¿De qué se alimenta el terror como género literario? ¿Qué materiales lo abonan, fertilizando el suelo para que crezcan sus criaturas? Los relatos escritos por Analía Giordanino y Florencia Ordiz se nutren del archivo periodístico tanto como de las voces sin nombre, de las leyendas urbanas. Se escucha y luego se escribe. Pero antes, se escucha. En la selección de los hechos “fuente”, comunican las autoras su posicionamiento político: una mirada desde la alcantarilla, decía Pizarnik. Atmósferas densas que se huelen, se estancan en la piel, se oyen y unifican los relatos en la textura oprimente de las pesadillas.
Los relatos de “Acá abajo hay sótanos” pueden leerse como las ramas ocultas de un árbol mítico que persiste, sobreviviendo y alimentándose de las vidas de los de arriba, para enfocar en un primer plano umbrío, el entramado fantasmagórico de un territorio desolado, pero no deshabitado. Un árbol que nos abraza para iluminar las visiones conjuradas por la cópula entre la improbable realidad y los fluidos de lo que está enterrado, latente, resonando como el tambor que siente en su pecho el niño con la máscara de payaso.
“Los fantasmas somos nosotros.”, sentencia una de las voces narradoras. Y permanece repicando, como una campanada fúnebre suspendida en el sopor de una siesta. ¿Los fantasmas somos nosotros?
¿De qué se alimenta el terror como género literario? ¿Qué materiales lo abonan, fertilizando el suelo para que crezcan sus criaturas? Los relatos escritos por Analía Giordanino y Florencia Ordiz se nutren del archivo periodístico tanto como de las voces sin nombre, de las leyendas urbanas. Se escucha y luego se escribe. Pero antes, se escucha. En la selección de los hechos “fuente”, comunican las autoras su posicionamiento político: una mirada desde la alcantarilla, decía Pizarnik. Atmósferas densas que se huelen, se estancan en la piel, se oyen y unifican los relatos en la textura oprimente de las pesadillas.
Los relatos de “Acá abajo hay sótanos” pueden leerse como las ramas ocultas de un árbol mítico que persiste, sobreviviendo y alimentándose de las vidas de los de arriba, para enfocar en un primer plano umbrío, el entramado fantasmagórico de un territorio desolado, pero no deshabitado. Un árbol que nos abraza para iluminar las visiones conjuradas por la cópula entre la improbable realidad y los fluidos de lo que está enterrado, latente, resonando como el tambor que siente en su pecho el niño con la máscara de payaso.
“Los fantasmas somos nosotros.”, sentencia una de las voces narradoras. Y permanece repicando, como una campanada fúnebre suspendida en el sopor de una siesta. ¿Los fantasmas somos nosotros?